En la tranquila mañana de Oaxaca, el aire fresco y puro señala el inicio de un nuevo día. La luz del sol comienza a calentar las calles y la naturaleza que rodea esta vibrante ciudad. Con mi cámara lista y una emoción palpable en el corazón, me dirigí hacia San Antonino Castillo Velasco, una localidad de origen zapoteca, en busca de un talentoso artesano del barro, conocido como José García.
La fama de su trabajo llegó a mí a través de relatos llenos de admiración y misterio. No sabía exactamente qué esperar, pero tenía claro que iba a encontrar a un hombre cuyo talento había superado sus limitaciones físicas.
El encuentro con José García
Al llegar, el pueblo se mostraba tranquilo; algunos habitantes paseaban por las calles, mientras los perros dormían plácidamente bajo la sombra de los árboles. Al preguntar por José, todos respondían con un reconocimiento instantáneo. Al llegar a su hogar, una mujer me recibió con una sonrisa cálida y me condujo hacia él. José, quien perdió la vista a causa del glaucoma, es conocido en la comunidad como “El Señor de las Sirenas”. Su mano extendida y su sonrisa amistosa me hicieron sentir bienvenido de inmediato.
El taller de José se encontraba bajo un techo de metal corrugado que, aunque ofrecía refugio del sol, permitía la entrada de luz natural. Este espacio, sencillo pero lleno de encanto, reflejaba la belleza intrínseca de un lugar donde se crea arte. A lo largo de las estanterías de madera, se podían observar figuras de barro en diversas etapas de elaboración. Algunas aún conservaban la humedad, mientras que otras ya habían sido cocidas, todas exhibiendo un característico color terracota.
La magia del barro
Lo que más llamó mi atención fueron las repetidas representaciones de una mujer. Cada figura era única, pero todas compartían una esencia común. Algunas estaban de pie, con las manos en las caderas, otras sentadas, descansando tras un largo día, y algunas llevaban jarras o cestas. “Ella es mi esposa”, me confesó José, como si pudiera leer mis pensamientos. Su voz emanaba la suavidad de quien habla de lo más sagrado. “He estado creando estas esculturas durante años”, añadió, reflejando su pasión y dedicación por el arte.
Un proceso lleno de amor
Sentado en su banco de trabajo, José sostenía un trozo de arcilla que ya había comenzado a moldear. No necesitaba ver para saber cómo proceder; sus dedos se movían con una certeza que solo la memoria muscular puede proporcionar. Con cada movimiento, daba vida a la materia inerte. Su toque era ágil y seguro, como si cada figura hablara a través de sus manos.
Fue conmovedor observar cómo su arte cobraba vida. Verlo dar forma a la mujer que ama una y otra vez iba más allá de un simple trabajo manual; era un acto de devoción. Cada escultura que creaba era una expresión de amor, un reflejo de sus sentimientos más profundos.
Documentando la creación
Capturé un instante con mi cámara, buscando inmortalizar los movimientos de sus manos, la concentración en su rostro y la elegancia con la que moldeaba la arcilla. Más allá de lo visual, intentaba registrar la energía intangible de su amor, esa conexión entre él y la materia que transformaba, convirtiendo un simple trozo de tierra en un testimonio de gratitud.
La historia de José García trasciende la de un simple artesano; es la de un ser humano que desafía las adversidades. Su vida y trabajo rinden homenaje a la resiliencia y demuestran cómo el arte puede comunicar lo que a veces las palabras no logran. En su taller, el barro se convierte en un medio para expresar amor, identidad y pertenencia.
Al finalizar la jornada, sentí una profunda admiración por este hombre y su arte. José nos recuerda que, a pesar de las dificultades, siempre existe un espacio para la belleza y la creatividad en el mundo.



