Explorando México: un viaje en moto de Puerto Vallarta a Guanajuato

Cuando decidí hacer un viaje en moto con mi pareja, Omar, la única preparación que consideramos crucial fue asegurarnos de dormir bien la noche anterior. Además, cada uno de nosotros empacó una mochila, dejando atrás las rutinas diarias y la claustrofobia de los espacios cerrados. La necesidad de escapar era palpable, hasta que se convirtió en un grito interno que nos decía: ¡Ve!

Despertamos con el amanecer, a las 5:30 a.m. Omar me miró con una sonrisa que decía más que mil palabras, mientras me ofrecía una taza de café. A las 6 a.m., el sonido del motor resonó y comenzamos nuestra travesía, dejando atrás Puerto Vallarta en busca de un tipo de libertad que solo se puede experimentar sobre dos ruedas.

Ruta hacia lo desconocido

Nuestra meta no era llegar a una playa o a un pueblo cercano, sino más bien aventurarnos hacia el interior, donde la paz y el silencio nos esperaban. Teníamos una regla: evitar las autopistas. Optamos por caminos rurales, llenos de curvas y polvo, permitiendo que la carretera nos guiara.

Después de un largo día de viaje, aterrizamos en Guanajuato alrededor de las 7:30 p.m., con el cuerpo cansado y el estómago rugiendo. Sin embargo, nuestras sonrisas reflejaban la satisfacción de haber cruzado el país, impulsados por pura determinación y el eco del motor de nuestra moto.

El viaje comienza

Tomamos la Carretera 544 al salir de Vallarta, dirigiéndonos hacia el este y adentrándonos en las montañas. Esa mañana, mientras la ciudad aún dormía, nos encontramos rodeados de un paisaje impresionante. La jungla nos envolvía, y el aire fresco que entraba a nuestros pulmones era una mezcla de nueva energía y un sentido de aventura.

A medida que ascendíamos, pasamos por Las Palmas, donde la civilización se desvanecía y el camino se tornaba más estrecho y tranquilo. Al llegar a San Sebastián del Oeste, un antiguo pueblo minero, no paramos, pero lo saludamos con un gesto de respeto, recordando que estos lugares mantienen vivas sus historias.

Momentos que marcan

Más allá de Mascota, el paisaje cambió drásticamente. Los pinos sustituyeron a las palmeras, y el aire se volvió más fresco. Detuvimos la moto en un mirador sin nombre, un espacio abierto entre los árboles donde la niebla matutina cubría el valle. En ese instante de silencio, el mundo parecía detenerse, y el sonido del motor enfriándose fue nuestra única compañía. Esos son los momentos que buscamos al montar: experiencias que no requieren ser compartidas en redes sociales, sino que se quedan grabadas en el corazón.

Desvíos inesperados

Luego de dejar Talpa de Allende, tomamos un giro inesperado. No fue un error deliberado, pero así es como suelen ser los mejores momentos de un viaje: inesperados y llenos de sorpresas. Nos encontramos en un camino lleno de baches, rumbo a Mixtlán, donde la mezcla de tierra y barro desafiaba nuestra habilidad sobre la moto. Pasamos por charcos profundos que casi nos hacen perder el equilibrio, pero cada obstáculo nos enseñó a valorar las lecciones que la carretera ofrece.

Al llegar a Ameca, con el sol alto y el polvo en la boca, decidimos detenernos en un puesto de tacos que parecía haber visto mejores días. Disfrutamos de tacos al pastor y una botella de Coca-Cola, que nos supieron a gloria. Mientras nos sentábamos bajo la sombra de un árbol, saboreábamos no solo la comida, sino también la libertad que traía cada bocado.

Desafíos en el camino

La travesía se tornó más plana a medida que avanzábamos, y la monotonía de los tramos rectos comenzaba a hacernos sentir el cansancio. Desde San Juan de los Lagos, enfrentamos una recta interminable, con viento que empujaba la moto y camiones que ocupaban nuestro espacio. No había nada romántico en esos momentos; era pura tenacidad. A veces, seguir adelante se sentía como la única opción viable, y en esa lucha, encontré una paz única.

Durante esas horas, nuestras conversaciones eran escasas; intercambiábamos miradas y sonrisas en las paradas para repostar. Cada gasolinera era un pequeño respiro, un momento para recargar energías antes de continuar. La rutina de acelerar, tomar curvas y frenar se volvió nuestro mantra, una danza con la carretera que nos unió aún más.

Al llegar a las luces de Guanajuato, el cielo se teñía de un naranja eléctrico mientras nos adentrábamos en los túneles antiguos de la ciudad. Allí, el eco de nuestro motor resonaba como un aplauso, celebrando el fin de nuestra odisea. La llegada fue un alivio; encontramos un alojamiento modesto cerca de la Plaza de la Paz y nos dirigimos a un puesto de tamales. Sin platos ni formalidades, disfrutamos de nuestra cena en la acera, dejando que la música de los artistas callejeros nos acompañara en nuestra fatiga.

La mayoría de los viajeros optan por la cuota, esas carreteras rápidas y predecibles. Sin embargo, nosotros buscamos lo que hay entre el punto A y el punto B. Esos ranchos olvidados, los giros sin advertencias, y los saludos de extraños en pueblos pequeños son lo que realmente da sentido a un viaje. La terapia del acelerador no se trata solo de motocicletas; se trata de libertad y autodescubrimiento, de encontrar claridad en medio de la incertidumbre.